Después de la niña, todos murieron al pie de las locaciones de Cruz Roja. Siendo Hijos de la medianoche, cada uno se privó hasta el silencio y la oscuridad. Fueron unas manos anónimas las que prestaron ayuda a sus cuerpos perecederos. Nadie tuvo a bien reparar en las manos y esos labios cada vez más fríos. Los ojos permanecieron incansablemente ocultos, sus párpados dolorosos desmoronaban aquellas esferas orgánicas con el peso de los días agotados recorridos buscando ayuda. Al levantarles nadie habló. No era posible hacerlo, de entre quienes se atrevieron a acercarse, parece que no existían dos conocidos. Por ello fue mayor la dificultad para decidir hacerlos entrar, puesto que, en silencio, se les asociaba con tan tremendas flotilllas de despojados, la mayoría carroñeros, que últimamente recorrían los espacios delirantes y corrompidos por el sol que les separaban de cualquier otra región. No era necesario conseguir nuevas y malas experiencias a las que poder estar expuestos. Nadie quería hacerse responsable de entablar alguna especie de diálogo y conocer sus intenciones, pero tampoco se tenía que perdonar a todos. De los hombres que se encontraron, a ninguno le hacia falta un miembro tajado, posiblemente aquel que no les era útil para lo indispensable y con toda la intención de donarlo como alimento. Tampoco fue posible responder ante la necesidad de sepultura, nadie conocía sus antecedentes, ni aquellos sus ritos que les permitirían transitar un desierto de mayores peligros, buscando la región de la muerte.
Nicolas de Staël
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